Andres Castillo

Estoy aquí otra vez.

Bueno, siempre he estado.

Bueno, no.

No sé no pedir disculpas cada dos por tres, así que nada, por favor. Si os sobra alguna, es que necesito volver a mi casa. No, es que sólo me falta media disculpa para pagar el autobús, de verdad, ¿no tenéis un lo sie por ahí? ¿no? Venga joder, que me entra el mono. No os voy a mentir, sólo las necesito. Pido disculpas, por favor. Haré lo que sea, puedo dárselas yo a tus clientes por ti, a cambio de alguna. Puedo desnudarme aquí mismo, puedo matar a alguien. Sólo pido disculpas. Por favor.

Estoy muerto. Mi cuerpo sobre el asfalto como flotando en una piscina. Estoy tan muerto como mi perro, joder. Estoy harto de estar muerto también. Pero estoy bien muerto. Mejor malo conocido que muerto por conocer, decían. Pues bien, conocí, tenía curiosidad, no voy a mentiros. Conocí a personas, y otras cosas. Pero ahora estoy muy muerto. No ha sido la curiosidad, de todas formas. El gato en realidad murió de risa, le contaron un chiste horriblemente malo. Pero ahí está, flotando en la piscina, conmigo.

Es curioso cómo nos acostumbramos. Se me está pasando el mono ya, ¿sabéis?

De niño soñaba con ser un adulto, un tío grande y feliz, con poderes, con poder para hacer todo. Quería dejar de tenerle miedo a los vampiros y a la oscuridad, quería ser el que, con dos cojones, abría el armario de los monstruos. Como hacía papá cuando yo estaba cagado. Él nunca lo estuvo. Ahora cambiaría mis lágrimas por todos los miedos infantiles. Benditos putos miedos, bendita puta infancia, bendito puto tiempo que nos ha quitado hasta las ganas de temer. Estamos vacíos, estamos vacíos e inundados a la vez. Ya no hay días soleados o nubosos en nuestro interior, sólo agua salada. Y, eh, la sal duele en las heridas, ¿sabéis? Y si las heridas son rotos en nuestra piel que nos abre al exterior, imaginaos no necesitar un roto para sentir la sal. Pierde quizá la parte morbosa del asunto, el gore, la charcutería, como esa mierda de películas que nos gusta ver para hacernos los chulos delante de nosotros mismos, como demostrándonos lo fuertes que nos ha hecho ser adultos. Sin miedo. Sin ganas.

Hablando de ganas, me muero por (adivinad qué). Venga, no me hagáis pedirlo. Ya lo sabéis, en serio. Vale. Bien. Última vez: os pido disculpas.

no sé

Hay un taladro que me atraviesa la cabeza de sien a sien. Una mano invisible aprieta el gatillo infinitas veces mientras observo en silencio una nada poco más interesante que todo lo que me rodea. Las escenas del día se suceden con monotonía mientras la broca continúa girando. El vaivén del vagón, el barullo de la cafetería, el silencio del aula, el movimiento de las sombras que proyectan las nubes sobre el camino. La mirada en el mismo sitio. Creo que no me duele la herida, no me duele el cráneo roto ni el cerebro sangrando. Me duele el ruido del taladro. Me dolería hasta estando sordo. Esto no es más que la interrupción ininterrumpida de la sucesión de momentos de la vida. Cada pensamiento, cada momento de consciencia es una pequeña interrupción del avance imparable de una vida que pasa mientras no nos damos cuenta.

Me gusta pensar en mi infancia. Me gusta y no sé por qué me gusta pensar en momentos que sé que no volverán jamás, en canciones que me hicieron llorar, que hicieron nacer en mí la sensación de saber que dentro de años sentiría lo mismo cantándolas. Que volvería a sentir el frío de la hierba en mis dedos, el olor de la piedra y del rocío en cualquier campo de mi pasado. El paseo con mi padre por aquellas calles muertas de aquel pueblo muerto lleno de gente muerta, el paseo con él entre las sombras de árboles sobre la hierba, la pregunta a cada paso sobre si ése era el bosque de la carta ensangrentada, de los soldados y las trincheras, del recuerdo de mi amigo José al que sé que conoceré en el cielo para jugar de nuevo a la guerra, a no cantar, a enviar cartas a mamá desde donde ya no estoy, a recordar todas las postales que no firmé y todas las suelas que gasté sobre el suelo de mil ciudades que no recuerdo.

Hoy he soñado contigo. Has tenido poca importancia en mi vida, pero te recuerdo. He soñado contigo y no con tu nombre, ni con tu voz, sólo con tu imagen, tu cuerpo, silencioso y tranquilo, esperándome en un bar cutre cerca de a donde nunca iré. El barman era un gilipollas, ni me miraba cuando le grité que casi me rompo la pierna con esa mierda de agujero en el suelo. Que sueño tan vívido, tan placentero por dejarme escapar del mundo por la puerta de atrás, a pesar de saber que mi cuello sigue encadenado a una realidad compartida con tantos otros que desean huir.

brindis de cianuro

Amanece en un mundo en el que la tierra la llueve bajo (y hacia) unas nubes en las que viven trozos de algo que ama mentirse a sí mismo. En este mundo de silencios invertidos y de nudos en la garganta que no quieren bajar si no subir, en este mundo de preguntas a gritos y de llantos con respuesta, en este mundo de lo sientos de antes de hacer algo que probablemente no merezca una disculpa, en este mundo herido que sangra de fuera a dentro, los ojos que se dibujan en el vaho también mueren llorando.

Da igual dónde encuentres la realidad palpable de tu locura, todas mantienen un lazo, un canal, un aburrido recordatorio de que a todos nos atraviesa el mismo alfiler candente. Estamos cosidos en una maraña de tiempo, agua y tierra, estamos cosidos en un caos, en una esquina del todo. Aunque el todo puede ser una caja de botones en la mesa de la cocina, una tarde de invierno en la que llego del colegio arrastrando los pies hacia atrás, en dirección a “hace diez años”, donde la navidad aún sabe a algo. Pero no. He tirado ese puente. Los he tirado todos. Lo que es bastante inútil, porque sigo con el pecho abierto por el mismo alfiler, y sigo atado al mismo yo, con los pies en el mismo suelo, sobre la misma tierra que llueve hacia las nubes. Y camino. Y me congelo. Y llorar se congela en mi propósito como casi todo lo que no llego a hacer. Pillo el  chiste. No soy yo, soy en quien me quiero convertir, y estoy congelado.

Tengo miedo a no darme cuenta de que en el tiempo que paso sin llegar a ser quien quiero ser, deje de ser quien soy.

Pero no hago nada.

Y todos vosotros, disfrutando lo que disfrutéis, no valéis nada. Y todos vosotros, defendiendo lo que defendáis, no valéis nada. Y todos nosotros, no valéis nada. Vale ver a un artista, (porque sólo un artista tiene derecho a) sacar de su mochila un consolador con bayoneta y rajar la mona lisa en medio de la exposición. Y orinar sobre ella. Y orinar sobre la multa, el dinero, los guardias de seguridad, el dibujo de todo eso hecho por un niño de cinco años, y enmarcarlo. Enhorabuena, durante el tiempo que duró fuiste el sueño de todo ser humano, dejar de serlo. Pero ahora eres basura otra vez. Basura feliz, si lo has hecho cuerdo. Basura normal si sólo estás loco. En cualquiera de los casos yo no tiraría ese puente.

Echo un meo y vuelvo.

Fin.

YO RECICLO

pim pam

Son las siete y no tienes tiempo, son las siete y no tienes tiempo. Son las siete y este inverno de fríos enfermos ocultos bajo las rocas sonríe. El demonio. Nuestro día muere, comienza a hacerlo a las (son las) siete y comienza a morir tu luz, día. Y te desvaneces como el tiempo entre mis venas, y la noche abraza una tierra que no se calentó lo suficiente.

Entre las ramas de tus sonrisas recordé el silencio de todas las veces que me quedé mirando estrellas que no me importan. Que me dan igual, que son de la noche, no mías. Que ya morirán, después. Pero aún son las siete y se te acaba la música. Con una jeringuilla en el brazo le preguntó a la vida, y ésta destapó un frasquito de silencio. A las siete. Las siente y son las siete y pasamos de la coherencia al azar en un salto del tapón de la botella de silencio que se come nuestra vida mientras huye. A las siete todo muere para nacer a las siete y uno. Pero no queda nadie para verlo.

Son las siete menos uno, y las motas de polvo de un campo dorado bailan al son de sus últimas horas. Las gotas de agua en forma de río hacen carreras entre los arbustos, y la paz mediterránea despereza sus suaves dedos en otoño para poder sujetar el puñal con el que se abre el vientre. Animalillos inocentes corretean y escapan como si su bosque ardiese, pero no llegan a cruzar el río, porque son las siete, y todos han muerto.

 

(Fragmentos de cuando me desvelo):

Tengo los bolsillos llenos de silencios usados.

Son las 4:40 de un mañana que llega con retraso.

De mis labios rotos asoman cristales sonrientes.

No me hagas caso, si fuese yo quizá.

Y en el pinar me miró. Y su silencio coaguló en las venas de mi cuerpo, regalándome una estatua idéntica a quien no fui.


voy a hacer lo que me salga de los cojones.

                         -sobre el miedo a cosas y la pegatina que puede taparlo-

Me gusta la música, pero no pensar con música, por eso no suelo hacerlo. Parece simple, fácil, pero no lo es. No me gusta pensar, pero pienso igual. No me gusta pensar escuchando música, pero la escucho igual. A pesar de eso, sigue sin gustarme pensar. Aunque me guste la música.

 

El otro día pensaba sobre lo solos que estamos en realidad. No solos como especie ni en conjunto. Más bien como individuos. Qué solos estamos cada uno dentro de nuestra cabeza. Qué solos y qué ciegos por no verlo, y qué felices al no verlo, para eso sirve no pensar. Pero aquí estoy, pensando. Y en mi cabeza el silencio grita más alto que la música que no escucho. Es una mala sensación, porque es inevitable, o muy difícil de tapar. Es como una picadura de avispa en el pecho desde dentro. Era de esperar, con el panal que tenemos por corazón, tarde o temprano pasaría. Y aquí estamos, en la parada del autobús con los auriculares en los oídos. O paseando al perro, con los auriculares en los oídos. O sentados en el hospital, con los auriculares en los oídos. O sentados en la cama, mirando el gotelé, con los auriculares en los oídos, pero apagados.

Tengo un álbum de fotos que me regalaron mis amigos de la infancia cuando llegamos a los catorce años juntos.  Catorce. Ahora tengo dieciocho, y el tiempo me acojona. Trabajo fatal a contrarreloj, y la vida es sólo eso. Es algo que agobia, pero no como una habitación pequeña ni como una persona que no se calla, más bien como el fin del verano de los catorce. Un agobio caliente, que se extiende en tus silencios y que te recuerda que más te vale aprovechar lo que queda de buen tiempo, pero ¿cómo vas a disfrutar si de fondo escuchas la cuenta atrás? Es jodidamente difícil. si al menos hubiese algun otro sonido que la ocultase. música, quizá. pero no, ya sabéis.

ultraviolencia


Llega el invierno, como un millón de agujas de hielo que se clavan en la piel de los recuerdos que murieron después del verano. Las nubes pierden la timidez, y comienzan esa extraña competición de baile en la que cada fallo se paga con las lágrimas sin sal de un cielo que acaba de llegar. Dadle tiempo. Mientras, los jóvenes, los ancianos y aquellos que se engañan creyéndose parte de uno de esos grupos, salen a la calle. El frío corta, la gente camina descalza sobre una vida que les tira piedras. Es algo que ha pasado siempre, pero se siente más  a partir de septiembre. En todo este huracán, es normal ver refugios a prueba de cambios. Refugios siempre defectuosos, refugios como los golpes, como la bebida, como el humo. Mi favorito es el menos útil.

Hablando de ultraviolencia, el arte es destruir el arte. Me lo dijo una amiga; los buenos autores se mueren de asco mientras que los malobuenos con recursos se venden por millones en todo el mundo. No se puede controlar, y eso en parte lo hace bonito. Es ultraviolencia de la vida hacia todos, porque aquellos que venden también sufrirán, sin ninguna duda. Volviendo al tema, si el arte se mata a sí mismo, y es una muerte constante e infinita, hay que aprovechar a hacerle el arte al arte en el tiempo que le queda de vida, antes de que infinito llegue a cero y no quede humano con mente sobre la faz. Así que haz arte, arte ultraviolento contra sí, basura, trozos de orden separados, un color constante mezclado consigo mismo. Como hizo Tartini después de soñarlo. Escuchad su sonata, la famosa, esa del diablo. Ya veréis de qué hablo.

...

Somos el humo que tenemos dentro de la cabeza. Igual que una botella contiene la amnesia de una noche en la calle, el cristal de nuestro cráneo encierra los recuerdos de un día en la vida (la nuestra). A veces pasa que la bolsa con las botellas se nos cae antes de llegar a la fiesta y alguna se rompe, pero pocas veces. Lo que sí suele pasar es que abrimos la botella.

 Tarde o temprano, aunque normalmente tarde, se cae el tapón de nuestra frente y joder, como duele darse cuenta de que te escapas sin querer por la boquilla de tu cabeza. Somos el humo que nos sale del coco y nosotros, sonrientes e ingenuos, lo agarramos con los dedos para ponerlo de nuevo en su lugar. Pero solo dejamos aire, claro. Y ahí está el problema. Las personas que nacen con aire en la cabeza se pasan su vida sin preguntarse si podrían tener algo más en ella, y las personas que alguna vez tuvieron algo más, bueno, más tarde que temprano se la abren a ostias y pierden lo que les hace especiales. Eso es gracioso, como si tener humo en la cabeza fuese algo especial. Como si perderlo fuese algo triste. Si nos paramos a pensarlo, es más que triste, es catastrófico; quizá lo inhale algún pajarraco mientras vuela y se dé un ostión contra el primer pino que pille. Ya ves, la vida es jodida hasta para los pájaros.

frívolo 2

Que bien sienta el silencio en la cabeza, piensa Carlos cuando engulle la tercera pastilla. Las píldoras son la única forma de acallar el dolor, que cada vez grita más alto. Es una maldición como otra cualquiera; algunos sufren de pánico escénico, otros de ceguera, y él no es más que un ejemplo quizá más rebuscado, con pánico al escenario de su memoria y preso de las desilusiones ópticas que se le ponen delante en cada esquina que cruza. Si al menos durmiendo olvidase el mundo, pero no duerme, es lo que tiene, insomnio pesimista y sueño a la hora de sonreír.

 Ese es el principal motivo de sus paseos nocturnos por el barrio. No ayuda mucho, pero es mejor que la soledad de un piso alquilado en cualquiera de los edificios en los que solo posan la vista unos pocos, normalmente los que buscan algún tugurio donde ahogarse en alcohol o entre los neones de mujeres que prometen curar más penas de las que existen. A Carlos le gusta caminar por los parques, arropado por su gastada gabardina y el humo de un cigarro que le quita el sabor a química de las pastillas con las que se ahoga el alma. Lo típico, un solitario más que camina por la sombra del invierno sin intención de molestar a nadie, y menos a sí mismo, aunque lo hace igual. Quizá lo miren mal desde alguna terraza. Quizá esa noche un par de personas crucen de acera cuando le vean, para evitar riesgos. Pero hay riesgos siempre, y los peores salen de uno mismo. Se sienta en un banco, a la sombra de una nube que conversa con la luna llena. La mirada fija en las deportivas y el pelo desordenado y sobre la frente, como siempre. De repente, escucha crujir una rama, y levanta la vista. Su s ojos se encuentran con los de una chica más o menos de su edad. Lleva el pelo liso y viste completamente de negro. Una capucha le cubre la cabeza, y la melancolía la mirada. Se sienta con él, sin pedir permiso.

-Te entiendo.- susurra.

Él sonríe, o llora, o ambas. No pregunta, sólo se levanta y camina con ella. No se siente mejor, tampoco peor. Casi podría decir que no se siente, y para él, eso es un regalo precioso. No dura mucho. Al pasar debajo de una farola la luz ilumina la sangre del pecho de la chica, y se distinguen en él tres agujeros de bala. Carlos la mira con lástima, y le muestra el mango de puñal que asoma a la altura de su corazón. Ella sonríe, divertida y con un gesto rápido abre su bolso y saca otro cuchillo que le clava cerca del puñal. Carlos la mira, indiferente, y observa cómo ella se aleja con paso alegre y se pierde entre las sombras. Vuelve a su cuarto. Sabor a química sin química con nadie, y a dormir como duermen los que no recuerdan cómo.

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